Por
Lic. Esteban Fernandez
MN 50316/MP 83605
El producto más paradójico de la modernidad es la ¨ felicidad ¨. Cierto es que el término precede a la época. Por lo tanto, la felicidad aquí es tomada dentro de ese proceso histórico determinado en el tiempo y en el espacio, que le otorga una forma definitiva y acabada a eso que no deja de ser pura idea.
¿Qué significa la felicidad en nuestros días? ¿De qué manera se construye esto que aparece como naturalizado? ¿Qué consecuencias puede tener en el ser humano? ¿Qué reflexiones le corresponderían?
Este proceso histórico tiene sus ejes principales en diferentes hechos que comparten un ideal similar en su base. Se puede citar el desmoronamiento del sistema feudal; la colonización de América y la apertura a nuevos mundos comerciales; el lento pero decidido crecimiento de la burguesía como nueva clase, a raíz de la instalación del mercado como medio de intercambio y posibilidad de movimiento social; la posibilidad de acumulación, especulación y expansión de las riquezas por medio de la ciencia y la técnica; la esperanza en el progreso de esta ciencia y de esta técnica; el renacimiento y su devoción artística, científica y filosófica vuelta hacia el ser humano; la revolución francesa, el contrato social, la revolución industrial, el iluminismo, la ilustración y el positivismo; un Dios condenado, muerto y sepultado debidamente en pos de un Estado laico, y una economía sin Estado. Globalización, dominio capitalista y liberalismo.
Sin dudas podría nombrarse y desarrollarse otros muchísimos hitos que engloban a la era moderna. De todas maneras el foco debe ponerse sobre el ideal que todos estos hechos comparten en mayor o menor medida entre si.
Occidente sufre un quiebre a través de los siglos, desde el medioevo hasta nuestros días, en el cual es el propio ser humano quien queda posicionado de una manera novedosa. El hombre decide romper con el cordón umbilical que lo ataba a un Dios Padre todopoderoso, seguro y acogedor ante la angustia de la existencia, pero estático y enemigo del cambio y la movilidad social. Al decir de Nietzsche:
¨Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿Debemos aparecer dignos de ella? ¨ [1]
Lo que el filósofo alemán del siglo XIX intenta transmitir con su idea es que el sistema moral que rige como mediador entre los seres humanos en la edad media, deja de ser tal a raíz de la llegada de la modernidad. El centro de la escena es recuperado por el individuo, desterrando a la divinidad a un segundo plano, cuando no a la desaparición total de la misma.
Una de las aristas principales en la que descansa el advenimiento de esta nueva era es en el método de la ciencia. Es decir, es un nuevo lente con el cual mirar al universo. La ciencia destierra la fe en Dios, y paradójicamente la reubica en el método. Allí donde el hombre cree conquistar un nuevo terreno para el campo del conocimiento objetivo (lográndolo), aporta también los elementos para que la fe encuentre un nuevo modo de existencia.
El empuje que adquiere la ciencia y su progreso viene de la energía que se le ha quitado a Dios y a la vida después de la muerte. En términos freudianos, podría decirse que se ha restado la catexia libidinal que investía a Dios para venir a posarla sobre la esperanza que ofrece el Progreso moderno. El mundo ¨ libre ¨ adquiere patrones totalitarios, totalizantes y con un horizonte de hegemonía y monopolio del pensar. Se van pautando las nuevas maneras de razonar correctamente, y de negar lo diferente (es decir, aquello que escapa al método) tildándolo casi de ¨ herejía ¨. La ciencia también tiene sus dioses y sus demonios, sus altares y sus hogueras.
El hombre logra conquistar un lugar de importancia impedido durante siglos por estar condicionado bajo la mirada terrible de ese padre celestial. Se deja de mirar al cielo, para venir a mirarse a si mismo. Y ese movimiento que le otorga una importancia postergada, también lo deja completamente solo en la existencia. Si por encima del hombre no hay nadie, ¿quién cuida de él?
Si el vacío de la existencia humana encuentra la manera de negarse mediante la religión (no hay que olvidar que toda forma de religión, mas allá de sus diferencias, comparte el triunfo de algún tipo de vida por sobre la muerte. En ese sentido aparece la resurrección, el reino de los cielos, la reencarnación, etc.), es entendible que el hombre moderno se encuentre frente a un abismo, ya que él mismo ha corrido los velos que le permitían su estabilidad espiritual.
No se confunda el lector. No se juzga aquí la veracidad de tal o cual creencia, la importancia de tal o cual dogma, doctrina, teoría, forma de pensamiento, fe, etcétera. Simplemente se las destaca como funciones que operan sobre la subjetividad del hombre. Realmente no esta en cuestión la existencia de Dios, sino que consecuencias tiene en el aparato psíquico la creencia o no en éste, por ejemplo, a nivel histórico. Haciendo esta salvedad, se prosigue.
Bien, el hombre moderno se empuja a si mismo al abismo propio de la existencia sin divinidades, pero también decide tomar un camino determinado: el de la fe nuevamente, que ahora descansa en el Progreso. Se crea un nuevo horizonte, mas racional, terrenal, pero compartiendo esa sensación de completud que conoce a la muerte, pero nada quiere saber de ella.
Como se postulaba al comienzo de la nota, la felicidad adquiere tintes determinados en épocas determinadas. La bienaventuranza, o felicidad medieval, da paso a la felicidad moderna. Ambas comparten la ilusión de la falta de faltas.
La operación que se pone a rodar es la de inflamar al yo, al ego. A tal punto de que si bien puede entenderse que la muerte, el dolor, el vacío y los aspectos sin sentido de toda vida tienen su existencia en este planeta, estos no son reconocidos en su valor. ¿Qué importa que la muerte nos aceche si el yo adquiere un grado tan abarcador que la ilusión de completud nos rige e indica el camino a seguir? La Felicidad no da lugar al agujero.
Para Lacan, siguiendo los pasos de Freud, el yo es principalmente una función de desconocimiento. No es una autonomía, sino más bien una alineación. La persona se reconoce en su yo, especularmente, y en el mismo movimiento se permite no saber nada de aquello que no sea tolerable por este yo. El yo es, en pocas palabras, una ilusión de completud, de individuo (de ser una cosa total, sin divisiones), pero no deja de ser una mera ilusión.
La subjetividad de la edad media presenta un yo construido sobre ese Dios que juega como el elemento principal en la ilusión de completud. La subjetividad del hombre moderno no puede darse el lujo de hacer descansar al yo sobre religiones, pero aun así no se resigna a perder una ilusión que no sepa nada de eso que conoce. Hoy lo tengo, quizás mañana lo tenga, quizás algún día lo sea. En algún lado debe estar la felicidad, o la falicidad*
No hay deseo, pues hay progreso. Si hay progreso, la felicidad esta a la vuelta de la esquina. No hay razones para desear, ya que lo que falta debe estar en algún lado, si es que no lo tengo conmigo.
Solo puede haber lugar al deseo allí donde hay un pasaje por la castración, es decir, por la responsabilización de que la falta es inherente a la existencia humana. Mientras tanto, solo hay un mero anhelo yoico, alienado a los horizontes que cada época ofrece. Un anhelo que conoce los ideales sociales del Otro, se identifica a estos en mayor o menor medida, pero que nada sabe de su falta como revés lógico de eso que es irremediable.
Podría escucharse: ¨ si la felicidad juega un rol de velo a la falta, a la finitud del ser y no es mas que ilusión del ego, de lo imaginario, puro narcisismo ¿solo resta aceptarlo de tal manera y proponer una existencia infeliz?¨
De ninguna manera. Una propuesta tal seria estar parado sobre esa misma ilusión, sobre la misma lógica fálica. Pero de la vereda de enfrente, digamos.
El falo permite esa función de pensamiento binario en la que el sujeto se desconoce y el yo queda atrapado en los vaivenes del mismo. Neurosis. Tanto el feliz como el infeliz pertenecen al mismo sentido compartido, a la misma moral. El feliz se cree completo, el infeliz cree que alguna vez lo será o alguien más lo es.
Se está tan identificado a este sentido que se vuelve casi inimaginable otra posibilidad de encarar la vida. Se aferra al sentido moral compartido en el mismo movimiento que se rechaza el advenimiento de la ética singular y deseante.
No es de extrañar que el universo psiquiátrico y psicoterapéutico propongan una eficacia en donde cada persona puede lograr ¨ reconquistar ¨ esa felicidad, bienestar o ¨ calidad de vida ¨ perdido a raíz de un trastorno. Estas disciplinas se enmarcan en el mismo ideal que la época propone, viajando sobre los mismos rieles y apuntando a la reconstrucción del ego. En este sentido, su eficacia es comprobable. Se le da al padeciente el objeto que le falta para ser feliz, o se le enseña el camino óptimo para poder conseguirlo. Se cicatriza la falta, obturando a la angustia en cuanto emerge dándole un ropaje más resistente al yo que tambaleó en su superficie de sentido. En cuanto una pregunta hace sospechar de la existencia de una falta, se la tapona. Se devuelve al paciente al camino de la ilusión de la felicidad y completud que el método ha logrado conquistar.
También puede escucharse: ¨ ¿pues bien, que otra alternativa hay a todo esto?¨ Estaba avecinándose. También existe la opción de la experiencia del análisis. Si algo hay en el horizonte de la dirección de la cura analítica, es el de procurar ese movimiento subjetivo que saque al paciente del adormecimiento del sentido, en pos de hacerse responsable de su castración, y de la del Otro. ¿Hay vida más allá de la felicidad? Hay una vida plena en el campo del deseo, una vida organizada en los puntos cardinales de cada singularidad. Pero advenir deseante es también ser responsable.
* en psicoanálisis, el falo es aquello que el sujeto se viene a ubicar en la falta, permitiendo aquella significación fálica que riegue de sentido aquellos baches de la subjetividad. La significación fálica tapona una falta esencial, en el plano de lo imaginario (donde se ubica el yo)